jueves, junio 24, 2010

Hace unas cuantas semanas leía Mujeres de ojos grandes de Angeles Matretta y uno de los tantos relatos que me dejaron estupefacta, enredada -y por qué negarlo- enamorada, quiero compartirlo acá. Espero que les guste tanto como a mí.


Era tan precavida la tía Mari que dejó comprado el baúl de olinalá en el que deberían poner sus cenizas. Y ahí estaba, en mitad del salón hasta donde todos los que la quisieron habían llegado para pensar en ella.

Tía Mari tuvo una amiga de todo corazón. Una amiga con la que hablaba de sus pesares y sus dichas, con la que tenía en común varios secretos y un montón de recuerdos, una amiga que estuvo sentada junto al cofrecito sin hablar con nadie durante todo el día y toda la noche que duró el velorio. Al amanecer se levantó despacio y fue hasta él. Cuando estuvo cerca, sacó de su bolsa un frasco y una cuchara, alzó la tapa de madera perfumada y con la cuchara tomó dos tantos de cenizas y los puso en el frasquito. Hizo todo con tal sigilo que quienes estaban en la sala imaginaron que se había acercado para rezar.

Sólo fue descubierta por un par de ojos, a su dueña le rindió cuentas tras verlos brincar de sorpresa:

-No te asustes -le dijo-. Ella me dio permiso. Sabía que me hará bien tener un poco de su aroma en la caja donde están las cenizas de los demás. Siempre que puedo me llevo un poco de los seres a los que seguiré queriendo después de muerta, y lo mezclo con los anteriores. Ella me regaló la caja de marquetería donde los guardo a todos. Cuando yo muera, me pondrán ahí adentro y me confundiré con ellos. Después, que nos entierren o nos echen volar, pero juntos.