En esta semana que pasó descubrí algo mientras tenía una conversación de esas productivas con mi mejor amiga: No me gusta que sean intermitentes. Nadie. Ni mis amigos más cercanos, ni mi profesor de taller, y mucho menos el chico con el que tengo un no-sé-qué.
Me gusta tener las cosas seguras, saber con qué cuento. Tener claro lo que poseo y lo que no, porque eso de la incertidumbre no fue hecho para mí.
No va conmigo que aparezca un día por esplendor “divino”, sea genial, me haga sonreír, provoque un brillo inusual en mis ojos, se despida con un “te quiero y necesito verte…” (Que en su boca no suena trillado sino especial, con mucho sentido y embelesador), y durante tres o más días se pierda como si la tierra se hubiese abierto justo donde él se encontraba y lo hubiese absorbido completico.
Y lo más absurdo de todo es que pasé a llenar la lista de mujeres que mantienen una esperanza, y que cuando, después de un montón de horas, la tierra los deja en libertad y las saludan vuelven a sonreír, y a levitar por algo que se enciende en su interior. ¿Qué me pasó? Me atacó la debilidad, me volví vulnerable. ¿Pero en qué momento? No tengo la más coñera idea. Aunque me encantaría saberlo: ¿En qué momento pasó de ser un no-sé-qué como cualquiera de los que ha pasado en mi vida, a ser alguien de verdad importante y con un sentido más profundo? Porque eso fue lo que pasó; seguramente si no hubiese sido así, después de la primera desaparición yo habría emigrado con mi orgullo en el cielo a otro lado. Es más, la desaparición habría sido efectuada por mí, no por él.
Pero el punto acá, más que mis interrogantes existenciales, es que no me gusta la intermitencia… Por eso no me gustan las luces de los árboles navideños!